Es curioso descubrir que dos de los acontecimientos más trágicos de tu vida se pueden circunscribir en el corto período de tiempo que media entre dos reconocidas lluvias de estrellas periódicas.

Las Leónidas se producen a mediados de noviembre, y las Gemínidas a mediados de diciembre. La fecha del 17 de noviembre marca un antes y un después en mi vida. Hoy hace 5 años perdí a un ser muy querido, tal vez a uno en los que, con el paso de los años, más me reconozco. Y hace 7 años, casualmente, se produjo el cataclismo que conmocionó mi hasta entonces placentera concepción familiar, estable, casi inmutable, desde mi nacimiento.

El primer hecho se gestó y consumó en plenas Leónidas. El segundo se desencadenó durante las Leónidas, se prolongó las siguientes semanas y materializó su luctuosa ponzoña en las Gemínidas.

La astronomía rige la vida de los hombres; así se ha creído a lo largo de la historia de la humanidad. Razonar sobre ello nos llevaría con toda probabilidad a un callejón sin salida de creencia o descreimiento. Lo que sí es indiscutible, al menos en mi caso personal, es que el destino ha concentrado hasta la fecha mis renglones torcidos en una fase determinada del cosmos, la que marcan las Leónidas y las Gemínidas.

Con esta perorata no quiero más que expresar mi recuerdo para quienes representaron un papel tan esencial en mi formación y en la conformación de mi espíritu, todavía hoy un papel vívido y esculpidor de un carácter concreto.

Y es que realmente, (aludiendo a uno de mis referentes literarios), no es José Saramago el único en reconocer la importancia de la figura de los abuelos en la existencia de un niño… A los suyos les dedicó este hombre insigne de las letras su discurso en la ceremonia de entrega del Premio Nobel. Y no es de extrañar que lo hiciera. A los míos dirijo yo este minúsculo homenaje, sobre todo en agradecimiento a la labor que desarrollaron y a los conocimientos, materiales y metafísicos, que me transmitieron de palabra o de obra.